Lavó el plato con el agua de un vaso. Colgó el crucifijo en su lugar y de palmas en la pared besó la frentecita del Jesús de bronce. Volvió a su avenida y arrancó con mejor suerte, resplandecía la noche en luces y movimiento. Debía esperar a veces a que se desocupe algún teléfono para registrarlo. El primero le tiró una de un peso y enseguida otro una de cincuenta, las que prefiere por ser las más grandes. Otro dedazo y una de veinticinco, después de diez, otra de cincuenta, y veinte y treinta! Una excitación casi adolescente lo acelera y cruza la avenida una y otra vez, se clava en los teléfonos. Se agita y abre la boca para respirar, un hueco negro le perfora la cara huesuda. Hace saltar las monedas en la palma de la mano, imagina chispas en la oscuridad del bolsillo. Saca una y se la mete en la boca. Saca otra y también, las chupa, las guarda, las saca y las lame y se come algunas chiquitas. (pa seguir leeendo, click aquí)
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